Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto (Mateo 5:48)
Cualquiera que lea estas palabras, si es sincero consigo mismo, verá lo lejos que está de cumplir con lo que el Señor Jesucristo está diciendo. Más aun cuando el Señor acaba de explicar la ley haciéndonos ver que podemos quebrantarla con tan sólo nuestros pensamientos (vv. 21-22; 27-28). Pero al reconocer nuestra incapacidad de llegar a esta perfección nos damos cuenta las glorias del Señor Jesucristo, quien sí fue perfecto en todo aspecto de su vida.
Cristo fue más que una buena persona a la vista de los demás, más que inocente de ser crucificado. Él era perfecto, sin defecto, no tenía pecado y tampoco podía pecar. Pedro nos dice del Señor que “no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1 Pedro 2:22) y Juan nos dice que “no hay pecado en él” (1 Juan 3:5). Pero su perfección va más allá de su vida impecable y santa, lo podemos ver en una vida de comunión, sujeción y obediencia al Padre. Era una devoción y una relación inquebrantable e inalterable. Hablando las palabras que el Padre le daba que hablase, haciendo las obras que el Padre le daba que hiciese. No nos sorprende entonces que el Padre haya abierto los cielos para declarar “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17).
La gracia de Dios se manifiesta tan ampliamente al saber que, habiendo quebrantado la ley tantas veces, seamos vistos perfectos porque Dios nos ve a través de su Hijo. “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Galatas 2:20).
Miguel Mosquera