Respondió Jesús y les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaréJuan 2:19
El templo significaba para el pueblo de Israel la presencia de Dios entre ellos. El templo de Salomón fue el más majestuoso de los templos construidos en Jerusalén, sin embargo también lo fueron los templos construidos por Zorobabel y Herodes.
El profeta Ezequiel vio como la gloria de Dios se elevó del lugar donde siempre había estado, entre los querubines (Ezequiel 9:3) y fue alejándose del templo hasta llegar al capítulo 11 donde se pone sobre un monte al oriente de la ciudad. Bien lejos de donde solía estar. El templo seguía allí, la hermosura y majestad del edificio no había cambiado pero le faltaba lo más importante, la razón por la que debía estar allí, que era la presencia de Jehová.
El Señor Jesucristo habló sobre «este templo». La reacción no se dejó esperar, las personas se alarmaron que Él fuese capaz de decir que podía reconstruir lo que a Herodes le había tomado años hacer. Pero el Señor no se refería al templo de Herodes, se estaba refiriendo a su propio cuerpo. Quizás el Señor no tendría ningún atractivo externo como lo tenía el templo, pero Él mismo era la presencia de Dios entre los hombres. Emanuel, Dios con nosotros. En el monte de la transfiguración el resplandor que vieron los discípulos no venía de afuera, era la misma gloria de Dios que habitaba en el Señor. Ellos destruirían ese templo, su cuerpo, al darle muerte en la cruz pero al tercer día se levantaría de entre los muertos victorioso.
Puede que no hubiese atractivo externo en Cristo pero el Padre, que ve el corazón, se deleita que en «Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Colosenses 2:9).
Miguel Mosquera
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