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El Tabernáculo – 08 – El Candelero

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El candelero era de oro puro y consistía en un pie, una caña central y seis brazos que salían de ella, tres de cada lado. Al extremo de cada uno de los seis brazos y de la caña había una lamparilla de oro que contenía aceite puro de oliva, y éstas debían mantenerse para que ardieran continuamente y dieran luz en el Lugar Santo. Era el único medio de obtener luz, y en esa luz el sacerdote servía y adoraba a Jehová. Estaba al lado sur del Lugar Santo, enfrente de la mesa del pan de la proposición.

Hay verdades profundas y preciosas prefiguradas en este candelero de oro, en las cuales nuestras almas pueden meditar con gozo y bendición. Cristo personalmente es y siempre era “la Vida” y “la Luz”. La vida y la luz divinas tienen su fuente y manifestación en su bendita persona. Él, y Él sólo, es el Dador de vida y luz, y ha dado ambas a sus santos. Están en posesión de su vida y son “hijos de luz”, y es por medio de ellos que Él se manifiesta a y se muestra a sí mismo. El candelero parece señalar hacia aquella unidad profunda y misteriosa que hay entre la Cabeza y los miembros del nuevo Hombre, expresivamente llamado “el Cristo” según se lee el griego en 1 Corintios 12:12.

No hay dimensiones dadas para este mueble, pero debía ser labrado a martillo de un talento de oro. Era de oro puro; no había oropel ni aleación. Esto marca el carácter divino de la verdad encerrada en la figura. Nos recuerda la Iglesia como formada y creada a su imagen, hechura de Dios.

Fue labrado a martillo. Los martillazos son emblema de dolor y sufrimiento. Esto indica los padecimientos de la cruz como el lugar de nacimiento de la Iglesia. Los varios brazos de este candelero de oro, con sus flores y copas, fueron formados a golpe de martillo. Todos quedaban escondidos, como si fuera, en aquel talento cuando aún no labrado, pero a medida que el martillo caía sobre él, dirigido por una mano diestra, se producía brazo tras brazo hasta que la obra quedó una sola pieza maciza de oro labrado, y vista como tal al ojo del artífice.

Fue así que se formó la Iglesia. El sueño que Jehová Dios hizo caer sobre el primer Adán, mientras formaba de su costado la “varona” que iba a ser su compañera; el grano de trigo cayendo en tierra para morir y llevar mucho fruto; y la elaboración a golpe del candelero de oro todos son figuras de los grandes y amargos sufrimiento de la cruz a los cuales la Iglesia, como cuerpo y esposa de Cristo, debe su existencia. El talento de oro era siempre valioso y precioso en sí, pero sin ser trabajado a martillazos no era candelero de oro. Si no hubiese sido por la molienda y muerte del Hijo de Dios, el Postrer Adán, no existirá Iglesia alguna, ni una segunda Eva que sería cuerpo y esposa suya.

El candelero era de tres elementos; el pie, los seis brazos y la caña. El pie era la base de todo. De él salían los brazos laterales, así como la caña vertical en el centro. La misma palabra traducida pie se expresa como muslo en Génesis 24:2, y lomos en Génesis 46:26. Como los hijos vinieron de los lomos de Jacob, así vinieron los brazos de este pie. Les dio su ser. Salieron de él, teniendo, como si fuera, la vida, la naturaleza y la hermosura del pie como suyas propias. Así sale de Cristo la Iglesia. Posee su vida y está adornada con su her­mosura. “El que santifica y los que son santificados de uno son todos”; así como los brazos eran del mismo oro como el pie del cual salían: “Por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos”, Hebreos 2:11.

¡Maravillosa dignidad! Él es el Hijo de Dios; ellos son sus hermanos. Él es el Primogénito de los muertos; ellos son hijos de Dios. Su Padre es el Padre de ellos; su Dios el Dios de ellos. Cristo es la Cabeza de la iglesia; la iglesia es la plenitud de Cristo. Ella es llamada a ser coheredera con Él; es la Eva del Postrer Adán; está vivificada, levantada y sentada juntamente con Él, participante de su vida, poseída de su Espíritu y próxima a participar de su gloria.

Los seis brazos salían del pie, tres de cada lado. No es­taban artificialmente sujetados a él, sino que procedían de él. Tal es la unión de Cristo y sus miembros. Él compara a un cuerpo de muchos miembros, todos con la misma vida fundidos por un lazo común a la Cabeza viviente. Como Eva fue sacada del costado de Adán, poseía la vida de él y era su contraparte, así en maravillosa gracia la Iglesia ha sido formada de su Señor y para Él. La misma vida que está en la Cabeza está en el miembro más débil, y ninguno de estos miembros puede jamás ser cortado de Él, ni perecer.

No veo cómo puede alguno creer la Biblia y sostener lo que se conoce como la doctrina de la posibilidad de perderse. En ese evangelio no hay unión vital con Cristo. Percibe al creyente como unido artificialmente a Él y expuesto a no poder seguir asiéndose de Él y caer al infierno en cualquier momento. Esta enseñanza roba a Cristo su gloria y al creyente su paz. Para probar que un creyente puede perecer por fin su fuerza se apelan a textos que tratan de la milicia, como se expresa en 1 Corintios 9:27, o la fructificación, como en Juan 15:6. Pero sabemos de tales escrituras como 1 Corintios 6:17, Efesios 5:30 y Romanos 7:4 que el creyente está eternamente unido al Cristo resucitado y que nunca puede ser separado de Él. Romanos 8:35‑39 y Juan 10:28 enseñan esta verdad. Estas escrituras no pueden ser anuladas, ni pueden contradecirse.

En cada uno de los seis brazos había copas formadas de una manzana y una flor de oro. La copa como flor de almendro o cáliz nos recuerda la resurrección. El almendro es el primer árbol que brota en la primavera. Es el primero que se despierta como en resurrección, después del triste invierno. La vara de Aarón puesta delante de Jehová durante la noche, por la mañana había reverdecido, y echado flores, y arrojado renuevos y pro­ducido almendras, Números 17:8.

Cuán dulcemente estos emblemas nos recuerdan la resurrección de la Iglesia con Él. En la sombra oscura de su cruz y frente del portón aun más oscura de la tumba, las mujeres solitarias velaban y lloraban. Parecía que el invierno había empezado sin esperanza que habría primavera para ellas. Pero a la madrugada de la resurrección se vio abrir el capullo, y aquel Resucitado apareció, haciendo un lazo entre sí mismo y ellas al decir: “Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”, Juan 20:17.

El grano de trigo había muerto, para vivir en la fecundidad de la resurrección. La vara puesta en muerte delante de Jehová había llevado su fruto en aquella mañana de resurrección. Como los brazos que salían del cáliz en forma de flor de almendro, y como las almendras que estaban en la vara del sacerdote esco­gido de Jehová, la iglesia es el fruto de la muerte y resurrec­ción de Cristo, y está levantada y sentada y bendecida juntamente con Él. Extrayendo nuestra savia de Él, como los pám­panos de la vid, producimos los frutos de justicia, y la vida de Jesús se manifiesta en nuestra carne mortal, 2 Corintios 4:11.

El tronco del centro se llamaba su caña, Éxodo 37:17, donde la palabra está en el singular, distinguiéndola de los seis brazos. Su lugar en el medio, con su preeminencia y her­mosura, nos recuerda la verdad de que aunque Cristo ha ligado a sus santos consigo y los llama hermanos, sin embargo en todas las cosas Él tiene la preeminencia. Él es la Cabeza, el Seña­lado entre diez mil, el Hermoso más que los hijos de los hombres, el todo Codiciable. Puede llamar a los objetos de su gracia por el nombre cariñoso de hermanos, pero ellos le llaman a Él su Señor, y reconocen su lugar en medio, como el Centro y la Fuente de todo.

Las lámparas fueron llenadas de aceite puro de olivas. El aceite es figura del Espíritu Santo, y la lámpara llena de aquél puede indicar la plenitud del Espíritu que los creyentes ya poseen, y del cual es un privilegio y deber gozarse diariamente, Efesios 5:18.

Las muchas lámparas daban una sola luz, Éxodo 25:37, y su principal utilidad era para brillar sobre la parte delantera del candelero, desplegando sus hermosuras. Los santos llenos del Espíritu no se exhiben a sí mismos, ni hablan de su propia belleza. Dan testimonio a la dignidad de Jesús. Esteban, lleno del Espíritu Santo, puso los ojos en el cielo y dijo: “Veo al Hijo del Hombre”. Pedro, lleno del Espíritu, testificó de Cristo muerto y resucitado; y cuando la Iglesia esté completa y glorificada con Cristo en el cielo, será todavía el vaso en el cual y por el cual Cristo será revelado. Un creyente lleno del Espíritu tendrá el ojo dirigido arriba hacia Cristo, y no abajo o hacia sí mismo. Hablará de Cristo y no de su propia perfección ni santidad. Cuando Moisés bajó del monte, la gloria de Dios resplandecía en su rostro, y todos la vieron y la reconocieron, aunque él no lo sabía. Así el candelero dé oro estaba delante de Jehová, derramando su luz de continuo, y así la iglesia, cómo el cuerpo y la esposa de Cristo, estará en unión maravillosa, hermosura divina y luz inmarcesible delante de la faz de Dios para siempre.

Pero hay otro aspecto en el cual se puede ver este candelero de oro. Tiene un lugar que llenar en la tierra, en medio de la oscuridad de la noche. Cuando Juan, el amado discípulo que se había recostado en el seno de Emanuel en la cena, estaba en la solitaria isla de Patmos, fue llamado para ver siete candeleros de oro. No estaban en los cielos, sino esparcidos por Asia Menor como testigos para Dios en un mundo oscuro y culpable. Eran portadores de la luz divina aquí entre los hombres, y el Señor Jesús, vestido de ropa sacerdotal, fue visto, moviéndose en medio de ellos, constantemente vigilándolos, cuidándolos y alabándolos o reprendiéndolos según su necesidad. Como el amado discípulo mismo, la Iglesia tiene un lugar doble que llenar: allí arriba en el seno del Señor; aquí abajo en un mundo frío y malo. La Iglesia, cual cuerpo de Cristo, es divinamente perfecta y está divinamente unida; nunca puede ser manchada ni dividida.

“Las iglesias de Dios” en la tierra son capaces de fracasar y pueden recibir o alabanza o reprensión de aquel que anda entre ellas. Como Aarón preparaba las lámparas, vertiendo el aceite y usando las despabiladeras y los platillos, así Cristo, al andar en medio de estas iglesias, tenía palabras de gracia y animación para algunas y de amonestación y reprensión para otras. La preparación de la mecha, el uso de las despabiladeras y los platillos, es tan necesario como la provisión de nuevo aceite para tener una luz clara y brillante, y el Señor sabe en qué proporciones debe dar el ministerio de gracia y la palabra de fiel reprensión. En algunas de las asambleas había poco que corregir, y en otras poco que aprobar. Pero mientras eran suyos, Él ordenaba y alimentaba las lámparas según necesitaban.

Platillos y despabiladeras

Ojalá las iglesias de Dios y los santos individualmente tengan el oído dispuesto para oir su voz, sea que hable en repren­sión o en animación. Así continuarán como portadores de su luz en la tierra. Cada candelero estaba sobre su propia base y tenía su propia y separada existencia. No había ninguna confederación humana de iglesias o sede terrenal de gobierno. Cada iglesia era respon­sable a Cristo solo. Pero a aquel que está en medio de cada dis­tinta asamblea y junta alrededor de sí a todos los que están en ella, aquí le vemos andando en medio de las siete asambleas, unién­dolas a todas. Todas fueron vigiladas por el Ojo que todo lo ve; y aderezadas por la misma Mano Omnipotente. Mientras las iglesias quedaban fieles a Él, o tenían oído para oír su voz, Él mismo las gobernaba. Mas cuando cesaron de oir su voz y de arrepentirse de sus pecados, dejó de reconocerlas como suyas, y quitó su candelero de su lugar, Apocalipsis 2:5. El sólo puede hacer esto. No es obra de hombre.

Esto coloca a las iglesias de Dios en una posición profunda­mente solemne como sus testigos y portadores de luz aquí en la tierra. Si la condición espiritual de los individuos que componen estas igle­sias es buena delante de Dios, y si los santos viven en comunión con Él, cada uno sujeto a Cristo como Señor y a su palabra, poco temor habrá de que el candelero no dé una luz clara y brillante. La ver­dad de Dios será sostenida. El nombre de Cristo será honrado. Su evangelio será proclamado y pecadores serán salvados. Su palabra será anunciada y enseñada, y si llegara a surgir lo malo, será tra­tado en el temor de Dios. Dichosa la iglesia y el creyente que así mora en su amor y es vigilado por su ojo, alimentado y ade­rezado por su mano, y levantándose como lumbrera en medio de la noche más oscura de la tierra, esperando la madrugada de la mañana de resurrección.

John Ritchie
(este es el único de los estudios del tabernáculo que pertenece a este autor)

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