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(2) La Lectura de la Biblia – ¿Cómo lees?

¿Cómo lees?  Lucas 10.26

El Señor Jesús no preguntó al intérprete de la ley si sabía leer, o si leía, o qué leía en la Biblia.  Le preguntó cómo leía;  o sea, con qué actitud.  Ese señor conocía el texto bíblico y supo "citar el versículo" muy bien.  Pero quiso justificarse a sí mismo.  Quiso discutir y razonar que el mensaje no era aplicable a su propia vida.  El desconocía la experiencia que David expresó en el Salmo 19 cuando decía siete verdades acerca de la ley de Jehová;  a saber, ella convierte el alma, hace sabio al sencillo, alegra el corazón, alumbra los ojos, amonesta al siervo, hace a uno entender sus errores y preserva de la soberbia.

¿Y qué efecto surte en nosotros la Palabra de Dios?  La parábola de la semilla en Mateo capítulo 13, como todas las parábolas, tiene tanta o más aplicación al creyente que al inconverso.  Nosotros podemos ser cualquiera de las cuatro clases de tierra cuando la semilla de la Palabra nos es dada:  la tierra dura, pedregales, espinos o tierra buena.  La cosa no es cuánta mata usted puede ver,  o cuántos capítulos yo digo que leí ayer,  sino cuánto fruto doy al Señor.

Pensemos un momento en el Salmo 119 con su abundante mención de la Biblia, llamada allí los testimonios, los estatutos, la ley, etc.  El Salmo comienza con una bienaventuranza para los perfectos de camino, quienes hacen por lo menos cuatro cosas:  andan en la ley, guardan los testimonios de Dios, buscan al Señor y rehúsan la iniquidad.

Así, nos conviene leer un trozo relativamente corto, repetir la lectura, quizás aprender de memoria algunas líneas o escribirlas en un papel para el bolsillo o la cartera, pensar en el sentido del versículo y luego preguntarnos qué aplicación tiene para uno mismo.  Muy citadas son las cualidades de Esdras. El preparó su corazón e inquirió en la ley con dos motivos:  primero, cumplirla, y segundo, enseñarla.

La cosa no es leer para preparar sermones ni para resolver juegos bíblicos.  El primer asunto es de leer para dejar a Dios hablarnos como quiera y para atesorar nosotros la Palabra.  "En mi corazón he guardado tus dichos para no pecar contra ti", (Salmo 119.11).  Muy bien decía el señor Manuel Jiménez, aquel noble marabino, acerca de ese versículo: "La mejor cosa en el mejor lugar por el mejor motivo."  Una vez satisfecho este propósito de guardar la Palabra adentro, podremos estudiar detenidamente algún aspecto del Libro para aprender cierta doctrina o preparar cierta clase en la escuela, etc.

Al leer los libros de Moisés, no nos olvidemos de que son historia, mandamiento y profecía a la vez, y que la ley ha sido desplazada por la gracia.  Pero al mismo tiempo, tengamos presente que aquellas cosas sucedieron a Israel como lecciones para nosotros.  Al leer los libros históricos, no pensemos que el corazón del hombre haya cambiado desde los días de Saúl o Absalón hasta ahora.  A veces Reyes o Crónicas parecen poco provechosos o relevantes, hasta que veamos allí nuestros propios conflictos y fracasos, y nos damos cuenta de que las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza, 1 Corintios 10.6, Romanos 15.4.

Claro está que los Salmos y demás libros proféticos tienen sus raíces en las tribulaciones y los triunfos de Israel, de David y de otros hombres, y claro está que sus ramas llegan a la gloria milenaria de aquel pueblo terrenal de Dios.  ¿Pero quién no ha encontrado en ellos la expresión de los más íntimos pensamientos de su propia alma, y qué lector concienzudo no se ha dado cuenta de que como en el agua el rostro corresponde al rostro, así el corazón del hombre al del hombre?  Proverbios 27.19.

Y los profetas.  No los descartemos.  Aquel día de la resurrección, el Señor comenzó su estudio bíblico en el camino a Emaús con los escritos de Moisés y siguió por todos los profetas, declarando en todas las Escrituras lo que de él decían.  Isaías es el libro más citado en el Nuevo Testamento.  Oseas, por ejemplo, está repleto de símiles y metáforas de los más descriptivos y reveladores. Cristo está en los profetas.  Usted y yo estamos allí también, con todas nuestras aspiraciones bastardas y toda la fidelidad de Aquel que nos ha atraído con cuerdas de amor y ha sido para nosotros como los que alzan el yugo sobre su cerviz y ha puesto delante de nosotros la comida, Oseas 11.4.

Usted y yo leemos un poco la Biblia, y gracias a Dios por esto.  Pero dejemos que el Señor nos pregunte:  ¿Cómo —con qué actitud— lees?

Donald R. Alves (padre)

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