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Las obras de la carne – 3 – Inmundicia y Lascivia

En el mejor de los casos el ser humano, en su pecado, es inmundo. Así lo describe el profeta Isaías, “Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia” (Isaías 64:6). Todo pecado (visto en la Biblia como algo sucio) va en contra de la pureza de Dios.

Al salvar a un pecador Dios lo hace santo. Los santos no son una clase especial de cristianos que se han ganado un honor superior a otros. Más bien, todo creyente es un santo a los ojos de Dios. “Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Corintios 6:11).

La inmundicia y la lascivia van muchas veces asociado a lo que es inmoral. En el Nuevo Testamento, la inmundicia (impureza) acompaña la fornicación en 6 ocasiones (Romanos 1:24; 2 Corintios 12:21; Gálatas 5:20; Efesios 5:3; Colosenses 3:5; Apocalipsis 17:4).

Estos dos pecados, inmundicia y lascivia, también están relacionados entre sí. La inmundicia es todo aquello que va en contra del carácter puro de Dios. Muchas veces esta inmundicia puede ser mantenida en oculto, como en el caso de los fariseos a quienes el Señor les dijo: “por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mateo 23:27). La lascivia, en cambio, pierde toda vergüenza en lo inmoral y se deleita, no solamente en el mal, sino en hacerlo público. En la lascivia, la persona se ha corrompido a tal punto que no le importa que otros sepan de su inmundicia, inmoralidad y perversidad.

El peligro de copiar el mundo

El mundo está lleno de inmundicia. “Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos” (Romanos 1:24). El hombre incrédulo levanta su puño hacia Dios en desafío a su santidad y sus principios. Así que, si usted tiene la costumbre de justificar sus prácticas diciendo “¿Qué tiene de malo? Todo el mundo lo hace”, está contaminando su propia conciencia y siguiendo los principios equivocados. El final de ese camino es la ruina.

Al copiar el mundo podemos terminar imitando la inmundicia que allí se encuentra. Al aceptar esa inmundicia, muy pronto perderá la vergüenza de que lo vean haciendo algo inmoral, y, peor aún, no le va a ver nada de malo, e incluso se molestará si alguien le dice algo. Los deseos y pensamientos mundanos pueden arraigarse tanto en el corazón de un creyente que ni siquiera podrían otros distinguir si verdaderamente es un creyente o no.

En Efesios 5 el apóstol Pablo nos dice que “vergonzoso es aun hablar de lo que ellos hacen en secreto”. Pensamientos impuros e inmorales se convierten en un hábito, dañan nuestras conciencias y contaminan nuestro testimonio.

Practicar la santidad

La santificación es una obra de Dios, en la cual el pecador redimido por la sangre de Cristo goza del privilegio otorgado por Dios de ser un santo a Sus ojos. Sin embargo, no es solamente algo que Dios ha hecho “sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro 1:15). La santidad debe ser practicada.

Sí, esto es con usted. No es nada más con el predicador, misionero, anciano o maestro, es para cada creyente. “La voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Tesalonicenses 4:3). Alguien dirá, “¿no pensará usted que voy a andar como un santito por todos lados? la gente se va a burlar de mí”. Sí, es cierto, es muy posible que se burlen de usted. Pero, recuerde, usted no vive para complacer a la gente; vive para agradar y honrar a Dios en su vida.

“Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:11-14).

Miguel Mosquera

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