Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvaciónLucas 2:29-30
La vida de Simeón estaba ya en el ocaso. Era un hombre viejo que estaba consciente de la brevedad del tiempo que le quedaba. No estaba distraído con trivialidades de la vida, tenía un anhelo, una cosa más que quería poder ver antes de morir. Su deseo era poder ver al Ungido del Señor, al Mesías, la Consolación de Israel. No había nada más importante para él y que ocupara y llenara su corazón que ver a su Señor. Era un deseo noble y sublime. Vivía conforme a este deseo, en estos pensamientos estaba centrado su corazón. El Espíritu Santo estaba sobre él. Dios le concedió ese deseo, y el Espíritu Santo le reveló que no vería la muerte antes de ver al Salvador. Fue movido por el Espíritu Santo para ir al templo y contemplar a un bebé, que no era cualquier bebé, era Dios manifestado en carne. Tuvo el privilegio de sostenerlo en sus brazos, no hubo diálogo, no ocurrió ningún milagro, pero su mayor deseo había sido cumplido. Dijo, “ahora, Señor despides a tu siervo en paz”. Ya podía morir, había contemplado a Cristo.
¿Cómo sería nuestra vida si viviéramos bajo esa convicción? No veremos al Señor físicamente hasta que estemos en el cielo, pero si Él será nuestra ocupación por la eternidad, ¿no debería ser nuestro anhelo estar tiempo con el Señor aun aquí en la tierra? ¿Qué es lo más importante que queremos hacer en el día? Eso que si no hay tiempo para otras cosas por lo menos ESO logramos hacer. «El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente” (Santiago 4:5). Cristo quiere tiempo contigo, a solas, que le puedas dedicar solamente a Él, meditando en su Palabra y tomando tiempo para la oración.
Esa será nuestra principal ocupación en los cielos, ¡qué maravilla el poder anticipar ese momento! Que nuestro deseo más grande cada día sea el poder estar, por la fe, con el Señor.
Que vea tu faz: un resplandor
de encanto divinal;
pues otro amor no encontraré
que al tuyo sea igual.
Luz inferior ha de menguar,
ninguna gloria habrá;
toda hermosura terrenal
su gracia perderá.
Miguel Mosquera