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Noé, pregonero de justicia

Por la fe Noé, cuando fue advertido por Dios acerca de cosas que aún no se veían, con temor preparó el arca en que su casa se salvase; y por esa fe condenó al mundo, y fue hecho heredero de la justicia que viene por la fe (Hebreos 11:7)

Noé es un ejemplo de un atalaya. Dios le había dicho al pueblo de Israel que el atalaya tenía la responsabilidad de advertir al pueblo sobre el peligro porque si no Dios demandaría la sangre derramada del atalaya. Pero el pueblo era responsable si obedecía o no la voz del atalaya. Noé fue el atalaya de su tiempo, el apóstol Pedro lo llama “pregonero de justicia”.

El atalaya debía estar seguro del peligro, cuando lo veía acercarse entonces advertía al pueblo. No podía dar falsa alarma. Nadie iba a hacer dudar al atalaya del peligro inminente que se avecinaba: lo había visto con sus propios ojos. Pero Noé no había visto el peligro, es más, el diluvio era algo “que no se veían”. Pero qué mayor seguridad podía tener Noé que haber recibido la advertencia de Dios mismo. Cuando hablemos a otros del evangelio debemos estar convencidos primero nosotros mismos que esa es la verdad, porque viene de Dios, si nosotros dudamos difícilmente podremos convencer a quien le prediquemos.

Noé no solamente construyó el arca, pero también predicó a su generación. Del Señor Jesucristo aprendemos que los contemporáneos de Noé ignoraron el mensaje, vivían totalmente despreocupados del peligro, y dice que “no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos”. Otro hubiese pensado que no valió la pena tanto esfuerzo, predicar, construir, almacenar comida, cuidar de los animales. Fue bastante trabajo para que igual todos perecieran. No, un momento, no todos, se salvaron ocho. Alguien le podía preguntar a Noé si valió la pena todo el esfuerzo de construir un barco tan grande, donde probablemente cabrían miles de personas y salir a predicar por tantos años para que al final solamente unos pocos se salvaran, y el diría que por ocho personas, sí, mil veces valió la pena. Era su familia, su esposa, sus hijos, sus nueras.

Quizás estamos esperando más resultados cuando hablamos a otros de Cristo y nos desanimamos al ver que sólo unos pocos se interesan y se salvan. Pensemos el valor de cada alma para Dios, por cada uno de ellos entregó a su Hijo a morir en la cruz. No es que empezamos a tener valor después de cierto número, cuando somos muchos; cada uno de nosotros es de mucho valor para Dios. ¿No dijo el Señor del pastor que dejó las 99 ovejas en el desierto y fue tras una sola que se perdió? ¿Vale la pena el esfuerzo de predicar aunque sea uno solo que será salvo? Mil veces que sí. “El fruto del justo es árbol de vida; y el que gana almas es sabio” (Proverbios 11:30).

Romer Miguel Mosquera

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