Satanás le tentó en el desierto. La astucia del tentador buscaba desacreditar al Hijo de Dios para ser el Salvador del mundo. Su estrategia muy parecida a la que utilizó en Edén con Adán y Eva, tenía como objetivo crear la duda, promover el orgullo y robar a Dios la adoración que sólo a Él le pertenece. No pudo encontrar falta, por lo que “El diablo entonces le dejó”. El diablo se fue, Cristo no.
En Juan capítulo 8 los fariseos y escribas traen delante del Señor a una mujer sorprendida en adulterio. Su objetivo: apedrearla por su pecado. Jesús les dice: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). Uno por uno aquellos hombres se fueron, acusados por su conciencia, porque sabían que eran pecadores. Cristo no se fue, Él es perfecto y sin pecado.
En Mateo 22, vinieron a hacerle una pregunta difícil y controversial para acusarle. “¿Es lícito dar tributo a César, o no?” (Mateo 22:17). La respuesta del Señor los dejó maravillados. “Oyendo esto, se maravillaron, y dejándole, se fueron” (v.22). Ellos se fueron porque no encontraron falta en Él, Cristo no se fue.
Cuando el Señor Jesucristo estaba crucificado en aquel madero le retaron a que bajara de la cruz: “si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo” (Lucas 23:38). Cristo no se fue, no porque no pudiera hacerlo, sino porque en la cruz estaba pagando el precio de nuestra salvación. Permaneció allí en perfecta obediencia a la voluntad del Padre. Cuando la obra estuvo terminada, fue sepultado y al tercer día se levantó de entre los muertos.
Cuando otros se fueron, Él no lo hizo. Él es perfecto. Él es santo. Él es el Salvador.
Miguel Mosquera
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