El niño revive en cámara lenta la pelota golpeando la preciosa vasija y ahora la mira con desconcierto quebrada en el piso. Quiere devolver el tiempo, desea que nunca hubiese estado jugando con la pelota.
El hombre ve la sangre. Estaba enojado, pero ahora está asustado. No quería hacerlo, pero la otra persona yace en el suelo sin vida. La conciencia acusa y la pregunta resuena sin parar: “¿Qué es lo que has hecho?”
Sea por algo sencillo, como la vasija rota, o algo muy grave, como un asesinato, y por una cantidad de razones más, esta pregunta puede sonar en nuestra conciencia una y otra vez. No podemos retroceder el tiempo, ya no se pueden cambiar las cosas. Casi seguro que lo primero que hace es buscar la manera de esconder lo que ocurrió, que nadie se dé cuenta. Se recogen los pedazos rotos de la vasija y se esconden. Se oculta el cuerpo y se deshace del arma.
Pero, aunque nadie se entere, igual sigue la culpa en la conciencia.
Es la tendencia natural al pecado
Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor JesucristoEn el principio, esta misma pregunta se la hizo Dios a Eva. Adán y Eva comieron del fruto prohibido por Dios. Desobedecieron. La conciencia les acusó e inmediatamente trataron de ocultar los hechos y evitar las consecuencias. “Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales” (Génesis 3:7). El que sea la tendencia natural no significa que esté bien.
Por supuesto, a Dios no podían engañar. “Entonces Jehová Dios dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Y dijo la mujer: La serpiente me engañó, y comí” (Génesis 3:13). ¡Qué descaro! Tratar de evadir su responsabilidad frente al Dios justo. Nada funcionó. El pecado había sido cometido, Dios estaba al tanto (como siempre lo está). Había que enfrentar las consecuencias.
La conciencia culpable
El rey David describe esto mismo luego del pecado de adulterio con Betsabé. Pensaba que podía salirse con la suya y montar todo un teatro que hiciera parece que todo estaba en orden (puedes leer la historia completa en 2 Samuel 11 y 12). Al final fue enfrentado por el profeta Natán, enviado por Dios. Sin embargo, durante el tiempo que mantuvo las cosas en silencio no le fue bien. Veamos lo que dice: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano” (Salmo 32:3-4).
Enfrentar la realidad
Esto es extremadamente difícil, tanto para el niño que tiene que ir a decirle a su mamá que fue él quien rompió la vasija, como para el criminal que debe entregarse a la justicia para ser condenado. Igualmente, difícil es para aquel que debe arrepentirse de sus pecados y admitir delante de Dios que es un pecador. ¿Lo ha hecho usted? Declararse culpable. Quizás dirás: “no tiene sentido, ¿qué se gana con eso?” Mucho.
Hay que enfrentar la realidad de lo ocurrido con sus consecuencias. No hablaremos ya del caso del niño o del homicida, sino más bien del caso suyo delante de Dios. No puede retroceder el tiempo, no puede ocultar sus pecados, ni tampoco evitar sus consecuencias. Necesitas el perdón de Dios por tus pecados.
Cómo tener la paz
Dejo con el lector tres versículos, dejando que la misma Palabra de Dios le hable: “anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz” (Colosenses 2:14), “y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20), “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1).
Miguel Mosquera
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